Jubilado por voluntad propia del largometraje
desde septiembre de 2013, Hayao Miyazaki continúa matando el
gusanillo con colaboraciones menores. Prueba de ello su participación, conocida
hace pocas semanas, en un cortometraje del animador Yuuhei Sakuragi. Pero la
primera vez que el maestro estuvo tentado de una retirada definitiva se remonta
a mucho tiempo atrás.
Corría uno de los últimos veranos del siglo
XX y Miyazaki
recuperaba fuerzas en su habitual residencia de vacaciones. El éxito masivo de La
princesa Mononoke, le había agotado tanto que meditaba abandonar el
cine para siempre, pero la visita de un amigo acompañado de su hija le hizo
cambiar de idea. Del mismo modo que el encuentro de Lewis Carroll con la
pequeña Alice Liddell inspiró Alicia
en el País de las Maravillas, la mirada de aquella niña de diez años encendería
la chispa para que Miyazaki concibiera una de las mejores películas de animación
de todos los tiempos: El viaje de Chihiro.
Asimilable como una versión libre y oscura de
la citada obra de Carroll, El viaje de Chihiro nos presenta a
una niña que se pierde con sus padres en lo que parece un pueblo abandonado.
Tras comer unos alimentos, los padres se convierten en cerdos y, en el intento
de salvarlos, Chihiro inicia una verdadera odisea a través de un mundo plagado
de magia y seres asombrosos. Lejos de los estereotipos manga a menudo propensos
a historias de romance y enamoramiento, en Chihiro nos encontramos ante una
heroína infantil abocada a un viaje iniciático de evolución personal. En
palabras de Miyazaki: “Es una chica normal con quien el público
puede empatizar. La suya no es una historia en que los personajes crezcan, sino
una en que sacan a la superficie algo que ya estaba anteriormente en su
interior”.
Además de reiterar su predilección por las
protagonistas femeninas, la importancia del núcleo familiar y la existencia de
un mundo ajeno al adulto y sólo visible para los niños (constantes ya testadas por
el autor en Mi vecino Totoro (1988)), en El viaje de Chihiro, Miyazaki
vertebra sus preocupaciones mediante una amplia variedad de personajes
simbólicos, también muy lejanos a cualquier tópico. Destacan las Brujas
Gemelas, representación del bien y el mal en dos físicos idénticos, el Sincara,
que se nutre de la codicia de los demás o el personaje que en realidad es un
río, dando lugar a una mágica alegoría sobre la naturaleza y el amor. Pero sin
duda el gran tema de la película es la búsqueda de la propia identidad,
representada a través de la pérdida del nombre de la protagonista y también
mediante la poderosa imagen del dragón blanco. Dragón que, según escribía Josep
Lapidario en la revista Jot Down supone una clara conexión,
pero no la única, con La Historia Interminable de
Michael Ende: “Hay varias afinidades con La Historia Interminable:
tanto Chihiro como Bastián tienen serios problemas de comunicación con sus
padres; el mundo mágico e imaginativo en que aterrizan ambos es bellísimo pero
peligroso, ya que es fácil perderse en él para siempre; aparece un dragón
blanco como aliado y amigo; ambos pierden el propio nombre y, con él, la
posibilidad de volver a su vida anterior… Otro punto en común con la narrativa
de Ende es la ausencia de moralejas explícitas: en El
viaje de Chihiro se referencian de forma indirecta
temas como la avaricia por el dinero o la contaminación/destrucción de la
naturaleza, pero de un modo más sutil e integrado en la narración que en otras
películas de Miyazaki”.
Tan emparentada con Ende y
Carroll como con la milenaria mitología nipona menos asequible para el
espectador occidental, El viaje de Chihiro exhibe la
absoluta libertad creativa de una imaginación visual a borbotones.
Intensa, desasosegante y absolutamente
imprevisible, su dominio expresivo del dibujo animado está al servicio de una
constante reinvención de la realidad. Puede transmitir inquietud, pero no miedo,
su poética deja un poso de melancolía y ternura aunque sin rastro alguno de ñoñería
y sus deslumbrantes imágenes completan un espectáculo capaz de atrapar
por igual al espectador adulto y al infantil.
Unas virtudes inesperadamente reconocidas en
la Berlinale
de 2002 donde El viaje de Chihiro sería premiada
con el prestigioso Oso de Oro del certamen, compartido con Bloody
Sunday (P. Greengrass, 2002). El histórico
galardón situaba por fin en la categoría expresiva que se merece a un cine de
animación tradicionalmente desprestigiado. Meses después, la Academia de
Hollywood le otorgaba el Oscar a la Mejor Película Animada,
siendo la primera vez (y hasta ahora única) que una producción anime
conseguía la estatuilla. Con el tiempo, el palmarés de El
viaje de Chihiro acumularía más de una treintena de galardones. Aclamado
como leyenda, Hayao Mizayaki realizaría otras tres películas antes de
anunciar esa retirada definitiva: “Si tuviera
que pensar en mi próxima
película, me llevaría seis o siete años completarla. Siento que mis días en el mundo de los largometrajes de animación han
acabado. Si dijera
que me gustaría hacer una nueva película, sonaría como un viejo soltando
bobadas”.
Desde entonces los numerosos
seguidores del maestro no descartan que, algún día, una mirada intensa vuelva a
cruzarse en su camino para que se lo piense mejor.
Ver tráiler El viaje de Chihiro en https://www.youtube.com/watch?v=exNM91ZTAPU
Imagen: SAV